El sol se tuesta allá arriba y se hace llama. Es una sensación de fuego que se adueña de mí lentamente, palmo a palmo, mientras la claridad del día se va moviendo cada vez más intensa, sin prisa, del este al oeste. Es una especie de agonía a pedazos que se repite día a día. Cuando llega el ocaso, sólo quedo yo, hoja de árbol mirando hacia abajo, hacia esa tierra tostada donde otras hojas se desparraman, secas, crujientes, al pie de los árboles desnudos.
He crecido infinita en verdes intensos como la rama misma. Mi árbol y yo nos hemos alargado como buscando el cielo, en medio del parque y entre los caminantes abstraidos que pasean de mañana todas sus soledades y sus perros. Suelo verlos recoger sin asco la caca de los canes que luego depositan juiciosamente en una papelera verde, hasta que ese envase alargado ya no es un depósito más sino una gran caca inmensa del tamaño del mundo.
Otros corredores dan zancadas de liebres y detrás igual de rápidos más corredores, jadeantes como perros en caza.
Mi piel, ésta que se ha bañado en el rocío de las cinco y en el cantos de los pájaros, ésta cuyos verdes se erizan siempre al soplo de los vientos…se ha tornado amarillenta. Ya no es verde intensa ni brilla. Unas manchas pequeñas aparecieron de pronto, y luego otras y otras más.
Asida al tronco, cada vez me siento más debil. Ya no soy parte de la fortaleza del árbol, más bien hemos empezado a ser dos, cada quien apostando a su manera por otro poco de tiempo. Vivo a diario entre la intensidad del sol y la pena del desgaste.
Desde lo alto del árbol que se va quedando desnudo, veo que somos cada vez menos. De tanto en tanto se desprende una hoja vecina que fue verde, y luego amarilla, y más tarde marroncita y menos amarilla. Una a una van cayendo, mientras yo con horror miro mi piel ya sin verdes, pero con muchos amarillos tostados por el sol.
Añoro el viento agresivo. Oh tiempos aquellos en que las hojas rebeldes domábamos el viento, mientras los árboles contentos bailaban al vaivén de las ráfagas heladas.
Heme aquí asida sin fuerzas. La hoja, y la rama, y el tronco dejamos de ser uno y somos ya tres ahora. Cada quien abandonado a su suerte, añorando un poco de tiempo más. Mis amarillos son cada vez más tostados, como el sol. Yo, a estas alturas, he adquirido el sosiego de la víctima y la certeza del desgaste.
Esta mañana es distinta y premonitoria.
El tronco se mueve, la rama se agita y siento que las fuerzas me abandonan. Una última ráfaga caliente del domingo, y empiezo a caer desde la copa. Es una caída libre y lenta. Entre la copa y el suelo hay sólo la distancia que separa el ser de la nada.
A lo lejos los corredores avanzan jadeandes, agresivos, con zancazas de liebres. Las pisadas enormes, fuertes, triturantes.
Caigo justo al lado del árbol desnudo, en medio del camino, mientras el estruendo de pájaros se hace un coro infinito. Después de mí, me pregunto, ¿adónde irán a parar esos cantos de los pájaros…adónde el sol y la lluvia?.
Mi piel ya no es amarilla tostada sino marrón opaca, crujiente.
Los corredores avanzan. Cada vez están más cerca.
Con la conciencia del fin, los veo venir…
Pobre hojita, como se nos parece, a los humanos digo, ¿cierto? Igual calienta el alma tu viñeta. Especialmente hoy en que sobre Brooklyn y todo New York la nieve se impone como cobija letal. Aún así algunos corredores persisten en correr y yo en salir al teatro.