Qué hacer ante la frustración de ver cómo el equipo al que le ibamos en el juego de hoy se despide sin atenuantes con una derrota 4 a 0.
El primer sentimiento es de rabia contenida, de desilusión por no verlos en esa anciada final, celebrando, alzando la copa y haciendo el paseo de la victoria mientras en las gradas los hinchas -entre ellos yo -les gritábamos a rabiar todo cuanto le agradecíamos ese momento de alegría.
Me entraron ganas como de llorar pero creo que no valía la pena… el juego estuvo bien, los del equipo contrario fueron superiores, corrieron mucho y tienen una técnica depurada. Pienso que sobrevaloramos nuestras opciones de triunfo y no pensamos nunca en la velocidad del contrario, en su fuerza arrolladora y en su tradicional pasta de campeón.
Provocaba empezar ya a echarle la culpa al técnico, a los jugadores, a los arbitros, a cualquiera… alguien tenía que pagar caro esta derrota.
En todo esto cavilaba en las gradas del estadium, cuando una mano en el hombro me devolvió a la realidad.
Era mi hijo. Aún sudaba por el esfuerzo en el campo de futbol, donde su equipo había perdido el derecho a pasar a la semifinal intercolegial de futbol.
– Tránquilo papá – me dijo mi hijo futbolista de 15 años – hoy no hemos ganado, pero te juro que nunca me sentí tan felíz como ahora de saber que tú, mi padre, has creído que yo podía ganar y mira que lo intentamos.
Lo miré y asentí con la cabeza. Lo tomé del brazo y salimos del stadium, celebrando silenciosamente nuestra victoria personal.
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